Camino por última vez en el piso de madera.
Sé que puedes escucharme,
y a las mujeres que suben y bajan, ríen, se empujan.
Tú conoces el ritmo de nuestros pasos,
 la música que acompaña a todas partes.

Cuando estuve cansada, descansé en ti.
Tantas veces dudé. No dijiste nada.
Aceptaste las maneras que tengo de andar
y tropezarme
y regresar contigo.

Recorro las vetas de tus años.
Intento contarte lo que dijo el vendedor de pisos:
la madera quedó enraizada al cemento y no es posible salvarla.
Intento hablar sobre los hombres que vienen y dejan tras de sí
una imitación trágica, sintética,
casi dolorosa, para descansar nuestros pasos.

Palpo tus raíces al centro de la casa.
Las recojo como flores caídas, húmedas de hongos
y de lluvia.
Mis uñas se impregnan con el aroma de todos los árboles
y toda la tierra que ha cubierto la tierra,
y los manglares que también son mares,
balsas a la deriva que alimentan a los peces.

Ato mis cordones al cemento,
con larvas y gusanos,
nuestros lazos forman un ombligo.
Me respondes:
de tu cuerpo nacerán otras raíces.

En mis maneras de ser árbol,
mi vestido se impregna con el humo de la leña,
las mujeres de la casa calientan el agua
y nos cobijan tanto
como los corredores donde otras
dan saltos, ríen, se empujan.

Prometeo enciende el primer fuego
en la rama del naranjo
y comemos del sol en las mermeladas que hierven en invierno.
Los árboles nos miran desde la ventana,
verticales crecen con nosotras
y sus ramas, anclas en el cielo,
no saben de tardes encerradas. Nuestras historias
enlazadas como las manos de las niñas, palabras
que no se dicen porque se enredan en la lengua.

Antes de partir la naranja,
escucho lo que dice sobre tardes calurosas:
ve a tomar el sol bajo un árbol,
pon tus ojos en la rama más alta:
verás un dios en el cuchillo, en el gajo,
en el fruto que se corta
y la vida que derrama.

 

Alain Laboile | @alainlaboile